Sergi decidió a los 52 años quitarse la “careta” y vivir la vida en femenino: con el cambio también comprobó la dureza con que se trata la diferencia
Barba, bigote, y chupa de cuero sobre los rugidos de su Harley no invitaban a duda. Él cumplía de manera excelente. Supo jugar bien el rol que la sociedad exige por llegar al mundo con pene. Obligados a triunfar, a competir, a ser fuertes, a sacar a bailar a las chicas, a no mostrar las emociones, sino a ignorarlas para que no incordien. En ese mundo patriarcal, donde llevarse a la cama a cuantas más mujeres, mejor, en coitos gobernados por el dominio de la penetración, crecía un hombre diferente. Lo hacía sin darse cuenta. Muchas capas por debajo de su verdad a la vista anidaban su verdadera personalidad y su más sincero sentir. Pero, ¿Qué quieres? Él había llegado en 1965, 10 años quedaban aún de franquismo en carne viva, y la introspección personal, mirar hacia dentro de uno mismo era una aventura mucho más utópica y lejana que caminar por la Luna.
Él siguió cumpliendo de modo brillante. Fue un adolescente ligón. Tras cinco años de noviazgo, se casó por la iglesia, enamorado de una mujer con la que firmó una hipoteca, compró un piso e hizo dos hijos, niño y niña. A diferencia de la mayoría de hombres de su generación, que perpetuaban la labor de ‘cazador’ y procurador de ingresos para la familia, él compaginó bien su trabajo creativo en una agencia de márketing y publicidad con las tareas del hogar y el cuidado de sus hijos. 16 años casado cumpliendo impolutamente los cánones más clásicos. “Mi mandato de masculinidad era hacer de macho, se daba por hecho. En la cama, hacía lo que hacía un tío de mi edad: la dejaba contenta”. Y, siguiendo también el más absoluto clasicismo, el final de esa relación de pareja lo etiquetaron con un simple: la pasión se fue.
Segundo matrimonio
Un tiempo después, una segunda relación lo zambulló en un nuevo matrimonio. Duró 10 años. No tuvieron hijos, pero de ese nuevo desenlace relacional nacería la luz que, por fin, haría brillar la mejor versión de aquel hombre, como tantos otros, en busca de la felicidad.
“Sucedió una tarde en el sofá. Ojeando libros de psicología que mi mujer consultaba para su máster, encontré un test de personalidad“. Pregunta a pregunta iban escarbando en su interior. Y respuesta a respuesta, él fue dando forma al run run que –dice- hacía tiempo que había empezado a sentir. Miró muy adentro y lo que descubrió no coincidía con su vida. “Me di cuenta de que la parte incómoda de mí no era un niño malcriado. Yo no tenía síndrome de Peter Pan, sino una máscara de dureza que no dejaba salir la mejor versión de mí, mi bondad, mi cariño”.
Identidad de género
Aquella tarde –hace dos años- Sergi, a los 52 años, comprendió su identidad de género. “La confundimos con la orientación sexual, pero no es lo mismo –precisa-. La identidad de género es lo que sientes que eres al margen del cuerpo que tienes”, -aclara-. Y puntualiza: “Yo no he nacido en un cuerpo equivocado, pero sí en un mundo que solo reconoce lo binario: hombre y mujer; fuerza y debilidad; poder y obediencia. Un mundo que aísla o ignora la diferencia que no comprende, o no quiere comprender”.
Y, como el sudor que un buen chorro de ducha desengancha, Sergi se liberó de la máscara. “Aquella apariencia que no me dejaba ser la mejor versión de mí. Con mi estatura -1,70- ni podía con los 300 kilos de Harley. Obligado a triunfar y demostrar fuerza, solo podía mostrar lo peor de mí. Esa masculinidad tóxica en nuestra sociedad es la que mata a las mujeres, la que provoca las guerras, y era la que ahogaba mi parte dulce y buena como persona. Y decidí sacarme la careta”.
Ahora la sociedad lo obliga a reblandecer su pene, a esconderlo, a inflar sus pechos, a pintarse los labios y teñirse con mechas, a llevar uñas de porcelana y cambiar de nombre. “Me llamo Sílvia porque la sociedad no me dejó ser un hombre sensible“. Porque esta sociedad no tolera, o ni sabe, que quien llega con pene también debe llorar, sentirse indefenso, necesitar que lo arropen, que no le exijan situarse siempre en la cresta de la ola, casarse, demostrar virilidad y fertilidad embarazando a mujeres. Que la verdadera humanidad no va de penes ni de tetas, sino de emociones que construyen relaciones y vidas sinceras, naturales y auténticas. Que lo normal viene de ‘norma-s’ que impuso el hombre. Por eso consideramos normal el acto sexual sin amor. Más masculino, más viril, más triunfador. Sin emociones interiores que incordien.
Dificultades
Sílvia sabe lo duro que es buscar habitación. “Ya te diremos algo”, le respondían siempre; cambiarse discretamente en un rincón del vestuario femenino del gimnasio. “Tranquila, si alguien se queja, se lo explicaremos”. Buscar trabajo. En su último empleo como chófer de Cabify tuvo que ir a la entrevista vestida de hombre. Una vez demostró sus cualidades profesionales, la dejaron ir de mujer. Pero la suerte de Cabify la dejó en tierra.
Su arte creativo y larga experiencia en márketing y publicidad es impecable, pero a la espera de su DNI con el cambio de nombre y foto –con informes médicos-, nadie la contrata. “El empresario sigue pensando que todas somos vedets del molino o prostitutas del Camp Nou. Cada cual elige cómo vivir su identidad de género y qué parte de su interior alimentar más: la femenina o la masculina. Yo no llevo un disfraz, me siento mejor viviendo en femenino, pero ni odio mi cuerpo ni odiaba mi nombre ni mi apellido. Los cambié para evitar que alguien de mi familia pudiera sentirse ofendido”.
Ahora su sueño es encontrar un trabajo. Transitar de una manera de vivir a otra, en femenino, sin engaño, lleva a Sílvia a poner en valor su potencial intelectual al servicio del beneficio social, y no al del puro lucro económico. “Tengo experiencia y conocimiento para ayudar a las personas. Prefiero morir de hambre sintiéndome en el camino correcto que forrarme con proyectos no éticos”.
Fonte: https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20190311/silvia-7337625